LA CALLE MAYOR Y LA FIESTA MAYOR
Excelente escrito del libro de fiestas del año 1987, de D. Juan Sancho Civera, el catedrático paternero, que tanto a colaborado por hacer grande el nombre de Paterna, en este articulo nos habla de la calle Mayor, cuando se conjuga con las fiestas mayores, una mirada fantástica al sentimiento de un paternero hacia sus costumbres.
D. Juan Sancho Civera, a la izquierda de la imagen, junto a otros ilustres paterneros. Fotografia
de Ateneo Cultural Paterna.
Una vez más, la amable invitación
de los clavarios del Stmo. Cristo de la Fe y San Vicente Ferrer, han hecho
posible mi acercamiento a las páginas de este libro de fiestas, lo que me ha
permitido aportar una modesta pero sentida colaboración literaria.
Tal vez no sea la persona más
indicada, ni siquiera esté lo suficientemente preparada, para abordar un tema
de tanta trascendencia como el que me he propuesto desarrollar, pero mi proximidad
a ella por razón de nacimiento y la gran devoción que por ella he sentido siempre,
como paternero, han sido motivos capaces de infundirme el suficiente valor para
hacerlo, aún a expensas de no dar la altura que tal tema se merece. Mi
intención es buena y en este sentido confío ser interpretado por cuantos tengan
a lo largo y ancho de nuestra geografía, se extienden las grandes ciudades que,
con sus pueblos, villas y aldeas, configuran en conjunto, la llamada «Nación
Española» es decir, España. Si pudiéramos visitar la mayor parte de estos núcleos
urbanos, nos encontraríamos con la sorpresa de que en la inmensa mayoría de ellos
y entre sus numerosas calles y plazas, existe una de ellas denominada «Calle o
Plaza Mayor».
El nombre de calle o plaza mayor
no significa siempre que ésta tenga que ser la más grande, ni siquiera la más
ancha o extensa, tal vez su nombre se deba a la circunstancia de ser la más
antigua o la de mayor edad, tal vez la importancia del nombre radique en el
hecho de poseer unas peculiaridades que, de alguna manera, la hagan distinta a
todas las demás.
Lo cierto es que por una u otra
razón son muchos los pueblos que tienen una calle o una plaza mayor.
La Calle Mayor de Paterna cuenta
con peculiaridades tan especiales que la definen por si sola y para servir a
tal convicción es por lo que me he atrevido a escribir estas páginas, bien
entendido que sólo me ocuparé de su relación con el aspecto festivo de nuestro
pueblo.
Arteria principal de la Calle
Mayor, es atravesada diariamente por un cordón inacabable de vehículos. La
privilegiada situación en que se encuentra, ha hecho de ella, durante muchos
años, un acceso prácticamente obligatorio de las personas que con frecuencia se
dirigían a lugares de tanta importancia y significación como el Mercado de la
Plaza, el Ayuntamiento, la Iglesia Parroquial de San Pedro Apóstol, el
ferrocarril eléctrico, la exuberante huerta de Paterna, etc. No podían faltar
en ella y no faltan los más diversos y variados establecimientos, que son
motivo de atracción de la gente y que la convierten en un núcleo comercial de
gran interés.
Pero donde esta calle cobra un
relieve especial, cargado de recuerdos y de tradiciones, es precisamente cuando
Paterna se dispone a celebrar las Fiestas en honor al Stmo. Cristo de la Fe y San
Vicente Ferrer, contando para ello con la colaboración y participación de los
Clavarios, elegidos anualmente para estos menesteres.
Son las diez de la noche, una de
estas noches estrelladas del mes de Agosto, más pronto calurosa y seca que fría
y húmeda. Dentro del programa de festejos se anuncia la Gran Noche Mora y cristiana
y la Calle Mayor se halla presta a recibir, cual se merecen, a estas comparsas
llenas de majestuosidad y de alegría. Horas antes, los vecinos de la misma han iniciado
sus preparativos, éstos, conscientes de la larga duración del acto, colocan
algunas sillas perfectamente alineadas a lo largo de las aceras, pero dejando
detrás de ellas espacio suficiente para permitir el acceso de la gente. Estas
sillas serán ocupadas por familiares y amigos que puntualmente acuden a la cita
anual. Con frecuencia se observa el asiento ocupado por alguna autoridad civil
o militar que previamente ha sido invitado a presenciar este acto. Bien leer
estos renglones. De pronto y a lo lejos se oye el batir de los timbales de
alguna comparsa mora, es la señal inequívoca de que la comitiva se acerca.
Luego les sigue el bando Cristiano, con su música de pasodoble. La muchedumbre
que hasta entonces iba y venía por la calzada, se dispone a ocupar sus asientos
o a quedar de pié detrás de las sillas. Las luces encendidas, la calle
engalanada, la gente acomodada en sus puestos, todo está preparado para dar paso
al magno desfile.
Poco a poco van pasando las
comparsas, acompañadas todas ellas de sus bandas de música. Los componentes de
cada comparsa se dividen en varias filas, al frente de las cuales se elige
gallardamente la figura de su capitán. Este blandiendo su alfanje o un arma similar,
o espada va realizando una serie de movimientos con los que pretende y consigue
que su fila vaya perfectamente ordenada, procurando al mismo tiempo que el
ritmo acompasado que éstas imprimen esté igualmente acorde con el de las
marchas, mora o cristiana, que cada banda va interpretando.
Los moros y cristianos, ataviados
con las más flamantes y ricas vestiduras, se mueven con su majestuosa y
singular gracia a las órdenes de sus capitanes, haciendo las delicias del
numeroso público que abarrota la calle y que con frecuencia les obsequia con
largas y calurosas ovaciones. La Calle Mayor vibra de emoción y de entusiasmo.
Si pudiéramos desvelar los pensamientos que la embargan, en estos momentos, a
buen seguro confirmaríamos que éstos están llenos de alegría y de la grata
satisfacción que supone contribuir a la extraordinaria belleza que emana del
grandioso espectáculo que se nos está ofreciendo. Y es por ello, que la Calle
Mayor, contenta y alegre, participa de lleno no solo con su altiva y arrogante
presencia, sino también haciendo que las notas musicales emitidas por las
diferentes bandas, al reflejar en sus paredes, lleguen a nuestros oídos con una
mayor intensidad capaz de enardecer y proporcionar a nuestros cuerpos un
agradable cosquilleo.
Horas más tarde, todas las
comparsas han efectuado su brillante desfile por la Calle Mayor. El público
comienza a retirarse, las sillas vuelven a sus domicilios, las luces se apagan,
las puertas y ventanas se cierran, la Calle Mayor se dispone a descansar y en
verdad que lo necesita pues en los días siguientes le esperan otros
acontecimientos.
Han pasado sólo unos días, nos
encontramos en el último domingo de Agosto, la Calle Mayor presenta un aspecto
bien distinto al habitual. Sus puertas y ventanas se hallan cubiertas y
protegidas por unas estructuras de madera y tela metálica, hábilmente confeccionadas,
en su calzada se han dibujado unos círculos con unos números, todo parece presagiar
que la calle va a ser testigo de un nuevo acontecimiento.
Son las diez y media de la noche,
la Calle Mayor se prepara para presenciar el paso del tradicional e inigualable
«pasacalle de cohetes de lujo». Este, no tarda mucho en hacer su aparición. Los
clavarios, acompañados de familiares y amigos se disponen en dos filas, son los
«tiradores de cohetes», equipados con el atuendo apropiado, llevan la cabeza cubierta
con una gorra, un sombrero o un simple pañuelo. Provistos de una tenazas especiales,
en las cuales se ajusta perfectamente el cohete de lujo o de pasacalle. Los cohetes
son encendidos con una simple mecha, o mejor aún, con el cohete encendido del
vecino próximo anterior o posterior. A su lado marchan los portadores de los
cajones, llenos de cohetes, que son los encargados de ir alimentado a los
tiradores tan pronto como el último de sus cohetes ha hecho explosión.
La enorme cantidad de chispas
lanzadas al aire, acompañadas de las bengalas de colores que, rasgando el cielo
parecen salirse de la calle, comunican a esta un resplandor y una luminosidad,
sólo apagadas por una densa cortina de humo, el ruido de las salidas y las
explosiones de los bolos retumban, de manera incesante, en nuestros oídos. La
perfecta combinación de todo ello, junto con un ambiente saturado de olor a
pólvora, rodean a la Calle Mayor de una belleza indescriptible.
La expectación y el contagio de
este pasacalle es de tal magnitud que gran número de personas, de ambos sexos y
de distintas edades, acompañan a esta comitiva. No falta tampoco en este acto
la nota pintoresca, ofrecida por grupos de jóvenes, que por su indumentaria,
por sus bailes en el centro del pasacalle o por ser portadores de algún que
otro objeto, provocan la hilaridad del espectador que alegremente contempla el
paso de esta doble serpiente tanto luminosa como ruidosa. El pasacalle de
cohetes ha tocado a su fin, la gente se dispone a cenar lo más rápidamente
posible para no perderse el próximo acontecimiento, quizá el más grande de
todos pero, sin lugar a dudas, el que más fama ha proporcionado siempre a
nuestro pueblo, se trata, como no, de la tradicional e histórica «Cordá» de Paterna.
Esta, tan espectacular como peligrosa, precisa de un orden y una programación
nada común pero ahí están los clavarios y un buen equipo de especialistas,
capaces de conseguir ambas cosas.
Equipados de pies a cabeza,
protegiendo siempre las partes más débiles del cuerpo, destaca en ellos, su
casco o careta metálica que preservará la cabeza y la cara de golpes y
quemaduras, pero permitiendo una visibilidad medianamente buena. Algunos
parecen astronautas dispuestos a ser lanzados al espacio, pero aquí no se trata
de esto sino más de un desafío entre el hombre, por una parte, y el fuego, las
chispas y las explosiones, por otra. Es un juego peligroso entre el hombre y la
pólvora. De estos hombres depende que el espectáculo resulte brillante o no.
El lugar ideal para llevar a cabo
la cordá es la Calle Mayor. Ahora se comprenderá el porqué de las protecciones
metálicas de las puertas y ventanas. Dado que la calle es larga y bastante
ancha, la gente se situará a lo largo de la misma, quedando ésta materialmente
abarrotada.
Todo está preparado ya. De pronto
suena el aviso, las luces de la calle se apagan y la gente, nerviosa, espera
con impaciencia los primeros compases que indican el comienzo de la Cordá.
Cuando esto ocurre, una alegría especial invade los cuerpos de todos los presentes.
A partir de aqui todo lo que quieran, centenares de cohetes y femelletes rasgan
el espacio de nuestra Calle Mayor, infinidad de explosiones, chispas, fuego,
humo, olor a pólvora, todo ello perfectamente amalgamado, parece transportarnos
al infierno.
Y la Calle Mayor? ¿Cómo acepta
este espectáculo? indudablemente lo acepta bien. El mayor espectáculo de las
fiestas debe darse, por lógica en la Calle Mayor. Como madre amorosa no le
importa que sus hijos la golpeen con esos cohetes borrachos, ni siquiera
protesta cuando en sus propias carnes recibe las quemaduras de éstos, más bien
por el contrario, parece saltar de alegría haciendo que los cohetes, al rebotar
en su suelo y en sus paredes, vuelvan al espacio describiendo unos movimientos
más perfectos y armoniosos que si fueran lanzados por hombre alguno.
De repente, una lengua de fuego,
seguida de una gran explosión, cohetes y femelletes en todas direcciones y
minutos más tarde, una humareda en forma de hongo se eleva al espacio. La gente
situada en la calle comenta fuerte, «se ha quemado un cajón». En efecto, una
chispa fortuita o intencionada, ha penetrado en el cajón y prendiendo en la
masa ha hecho explosión como una pequeña bomba, rompiendo las maderas y
lanzando con fuerza los cohetes de su interior. Esto suele producirse con
alguna frecuencia.
El espectáculo que se ofrece a
los que se hallan detrás de la enmarañada tela metálica es bien distinto, las
chispas y las explosiones, que se suceden continuamente alternan con algún que
otro golpe provocado por el choque de los cohetes con la protección metálica.
Pero la cantidad de humo alcanza tales proporciones que apenas si se puede
respirar. La Calle Mayor tiene soluciones para todo. Algunas viviendas aún
conservan aquellos típicos corrales, llenos de plantas y macetas, que son la
envidia de quienes los visitan. En el centro del corral, unas mesas llenas de
pastas caseras y unas botellas de licor, hacen pronto borrar las huellas del
humo y una vez repuestas las fuerzas, se vuelve a salir a desafiar a los
elementos. Las viviendas modernas y los pisos, no tienen corral, pero si unas terracitas
que hacen las veces de aquél.
Transcurridos veinticinco o
treinta minutos del comienzo, termina la cordá. Para ratificar lo que en la
calle acaba de suceder, la gente desfila por ella y contempla con estupor el
aspecto de la misma, un suelo lleno de cohetes quemados, restos de cajones
rotos, papeles y cañas por doquier, las paredes rayadas o pintadas de negro, en
fin, todo un poema capaz de definir el infierno, que momentos antes, se ha
vivido en este recinto.
Paterna tiene una gran riqueza.
La mayor riqueza de Paterna no está en su agricultura o en su industria, no
está en el suelo o en el subsuelo, ni siquiera en las fábricas o en el comercio.
La mayor y más alentadora riqueza de Paterna está en sus gentes. Gentes con un
alma tan sencilla y tan pura, que cuando se hacen asequibles se descubre en
ella una riqueza insospechada llena de matices cordiales y humanos, fuertes y
sensibles, por eso el paternero es sereno ante el riesgo, solidario con el daño
ajeno, noble en la lucha, sensible a la injusticia, estrepitoso en la fiesta,
devoto en sus creencias, con gran fe en su Cristo. Y todas estas cualidades se
hallan reflejadas en sus manifestaciones festivas, por eso no es de extrañar
que al día siguiente, cuando en el ambiente de la Calle Mayor aún se respira el
olor a pólvora, el paternero sea capaz de pasar de un infierno a un cielo, de una
noche de fuego y de ruido a otra noche donde se respira silencio y
recogimiento.
La Calle Mayor presenta un brillo
celestial, su rostro resplandece de una alegría sin límites, el motivo no es
para menos, el Stmo. Cristo de la Fe, el Cristo de los paterneros, la imagen
tallada, cuya figura representa a Jesucristo clavado en la cruz cuyo nombre, Paterna
y los paterneros tantas veces invocamos y por la que sentimos una especial devoción,
esta sagrada imagen va a ser trasladada en solemne procesión por las calles de
la Villa y nuestra Calle Mayor, con esa intuición de madre, presiente que
también ella va a tener la oportunidad de postrarse a sus pies y pedirle
humildemente que interceda por sus hijos.
El cortejo procesional se inicia
con una masiva asistencia de mujeres y niños, seguida después de los hombres,
todos, ataviados con sus mejores galas, son portadores del correspondiente
cirio. La gente, que de nuevo abarrota la calle, contempla con silencio el paso
de la procesión, silencio que, de cuando en cuando, se rompe para musitar
frases como «estos son los clavarios entrantes», mira fulano es el clavario
mayor para el año que viene», «¿estas son las clavariesas entrantes o
salientes». Son frecuentes también los gestos amistosos o saludos verbales
entre los asistentes a la procesión y los que la están viendo. La imagen del
Cristo entra en la Calle Mayor. La gente se pone respetuosamente de pié y no se
arrodilla porque es imposible hacerlo. Todos los ojos se dirigen hacia la
venerada imagen y con un fervor cristiano manifiestan sus múltiples
pensamientos, mientras unos rezan en sencilla oración, otros piden a Dios
protección para los suyos, algunos no saben que decir pero clavan su mirada en
el rostro dolorido de la imagen crucificada y esta mirada es tan profunda y tan
cargada de sentimiento que lo dice todo. La Calle Mayor goza, en estos
momentos, de su fiesta más grande.
Detrás de la imagen y en
representación de los estamentos sociales y eclesiásticos marchan los ministros
de la Iglesia y las autoridades civiles y militares. La laureada banda de Paterna,
va desgranando al aire las dulces notas de una música sacra, mientras que una compañía
de soldados, con sus oficiales al frente cierran la comitiva procesional.
No sería justo hablar de la Calle
Mayor, sin dedicar un recuerdo a sus vecinos. Estos al igual que sus
antepasados, soportan pacientemente las vicisitudes y los problemas que siempre
plantean unas fiestas como las nuestras, la sangre paternera que corre por sus venas
y el gran cariño que sienten por Paterna y sus fiestas son motivos capaces de
soportar todas las incomodidades habidas y por haber, ellos así lo entienden,
Isabel Esteve y su familia, con el grato recuerdo de sus padres, el amigo Ramón
Gimeno y los suyos, las hermanas Miralles, extraordinarias paterneras, María
Ferrandis, la Cota, de cuya madre sentía gran admiración, de cuyo hermano
Antonio, guardo el buen recuerdo de haber sido, aunque por poco tiempo, mi
maestro en las Escuelas Nacionales y con cuyos hijos Maria y Pepe, me une una
buena amistad, Carmen y Consuelo, las de Coto, y familia, en especial el gran
amigo de siempre Vicente Ballester, recuerdo de admiración para la que en vida fue
Pelegrina, la del estanco de las cuatro esquinas, y si me lo permiten Ismael
Calatrava y los suyos, cuya familia contó siempre con la amistad sincera de mis
padres y como no, con la mía propia, el de otros muchos a los que mi memoria no
alcanza o no llegué a conocer, para todos ellos nuestra fiesta mayor les debe
un especial reconocimiento y que yo quisiera, en su nombre, hacer patente en
estas líneas. Gracias a todos y enhorabuena por vuestro comportamiento.
Paterna acaba de celebrar su
fiesta mayor, todo vuelve a ser como antes. La Calle Mayor se queda sola, el ir
y venir de los vehículos y el paso habitual de la gente romperán su silencio en
espera de que llegue otro año. El tiempo irá pasando, futuras generaciones
sucederán a las anteriores, no es difícil imaginar que cada una de ellas,
seguirá manteniendo, y, si cabe, mejorando todas las manifestaciones históricas
y tradicionales de nuestra Villa, como testigo de excepción que nuestra calle
principal, madre por excelencia de todas las calles, la cual, podrá ser objeto
de alguna modificación o transformación en su aspecto externo, pero
indudablemente su espíritu permanecerá inalterable para dar fe de que todo va
desarrollándose, cual es el buen deseo de todos aquellos paterneros que viven y
sienten el orgullo de tener en su pueblo, una Calle Mayor.
Juan Sancho Civera - 1987
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